7.9.07

DESDE LA COSTA CARIBE. Rubén Darío Álvarez P.


La crónica y lo afro: Dos marginados que se necesitan

No recuerdo con exactitud en cuál revista o periódico tuve la oportunidad de leer una entrevista con la extinta antropóloga Nina S. de Friedeman, en donde relataba que recién egresada de la universidad se decidió a tomar como objeto de estudio a las comunidades negras de Colombia. “Estudiar a los negros no es antropología”, contó Nina que le decían sus condiscípulos, también recién graduados como ella. Pero su decisión, afortunadamente, siguió en firme, con los resultados que ya todos hemos conocido durante estos últimos treinta o más años.

No pretendo colocarme en el nivel de Nina, pero sí deseo comentarles que algo parecido me sucedió hace catorce años cuando empecé a ejercer en firme la profesión de periodista. Eran los inicios de la década del noventa y en Cartagena de Indias, mi ciudad de origen, algunos de mis colegas practicaban (y aún practican) con insistencia ese periodismo que consiste en perseguir a funcionarios públicos, propagar sus declaraciones y olvidar la existencia del ciudadano raso, en aras de la famosa chiva, que lo único que ha logrado hasta el momento es deshumanizar el oficio del periodista y de paso convertirlo en algo así como en un atleta de la información.

De acuerdo a la formación cultural que recibí en mis años de estudiante de bachillerato, mi gran expectativa era la de escribir textos como los publicados por los escritores que más admiraba, lo que empecé a fortalecer leyendo mucha poesía, novelas, cuentos y ensayos, pero fue en la crónica en donde hallé el vehículo preciso para desplegar el aprendizaje literario que había cultivado años atrás.

La atracción por la crónica no hizo que despreciar a otros formatos del periodismo escrito, pero sí encontré —por mi aspiración a convertirme en cronista— mucha resistencia en algunos de los periodistas ya experimentados que me tocaron como compañeros en los medios de comunicación en donde inicié mi carrera. Por esa razón, y más temprano que tarde, descubrí que la crónica es uno de los géneros (si no el único) más despreciados y marginados del periodismo actual, tal vez por aquella creencia de que a estas alturas los periódicos modernos no resisten los textos largos sino la información corta y precisa, ya que supuestamente el ciudadano de ahora no dispone de tanto tiempo para leer.

Así, pues, el periódico como medio, no tiene diferencia con la televisión. En contraposición a esa tan manoseada excusa para no escribir ni publicar crónicas y grandes reportajes, pienso que lo que en realidad sucede es que cada vez van apareciendo más periodistas insensibles y con menos preparación cultural y literaria para apropiarse de las historias de la gente sencilla, crear textos formidables y sacudir el sentimiento del lector, como lo hacían hace cincuenta años los grandes maestros del nuevo periodismo mundial.

Por eso les contaba al principio la anécdota de Nina S. de Friedeman, para quien la gran aventura fue decidirse a trabajar con una de las etnias más despreciadas y marginadas de Colombia: nosotros los negros, quienes, al igual que los cronistas, también nos hemos visto en la necesidad de luchar a brazo partido por conquistar espacios en donde mostrar ampliamente nuestra verdad de seres válidos y creíbles, que han aportado mucho a la historia y al desarrollo de esta nación.

Mientras los negros hemos ido conquistando espacios en instancias del gran aparato social que antes nos estaban vedadas, los cronistas también han logrado la creación de revistas y portales de internet en donde pueden leerse los grandes relatos periodísticos que los diarios se niegan a publicar, dizque por cuestiones de espacio. De ahí que entre más “importante” sea un periódico menos espacio le reserva a la crónica y al reportaje.

Pero muy a pesar de la carga de negación que sufre la crónica en nuestros días, ésta no deja de mostrarse como la gran oportunidad de que los cronistas afrodescendientes cumplamos con tres objetivos que humildemente plantearé, en espera de que contribuyan al fortalecimiento laboral de quienes, como yo, aman y cultivan el relato periodístico sin temores de ninguna especie:

El primero es el mismo que les venía mencionando desde el principio: conquistar espacios en los grandes periódicos, cadenas radiales y canales de televisión, lo cual sólo se logra si desde un comienzo demostramos que poseemos toda la sensibilidad y fuerza literaria que se requiere para contar historias de lugares y personajes que necesitan dar el testimonio de su propia existencia.

Lo segundo es visibilizar las situaciones, fenómenos, manifestaciones y pensamientos de nuestras comunidades, mediante esos espacios que vayamos conquistando con el poder de nuestras palabras e imágenes en eso de saber contar el cuento.

Y el tercer objetivo tiene que ver un poco más con la actitud que asumamos después de lograr espacios y visibilizar nuestras más caras manifestaciones: evitar a toda costa que nuestra lucha se convierta en una especie de discriminación al revés, pues se trata de que el pueblo afrocolombiano sea el primero en liderar la gran tarea de la conciliación y el respeto entre los hijos de este país multiétnico y multicultural. Sin embargo, que esto último no nos impida entender que el acusarnos de racistas al revés es otra de las armas que se han inventado los que en Colombia se creen blancos y libres de cualquier mestizaje.

Lo digo porque las veces en que me tocó distribuir la revista “Ébano Latinoamérica”, dirigida en la ciudad de Cali por el periodista Esaud Urrutia, muchos de los que la recibieron, algunas veces me insinuaron —y hasta me dijeron en forma directa— que hacer revistas de ese tipo, en donde sólo escriban negros y se publiquen cosas de negros para negros es hacer racismo en forma contraria. Y yo les respondía que en manera alguna era esa la intención de la revista. Todo lo contrario: el objetivo era mostrarle a Colombia entera una cantidad de personajes y valores de nuestra etnia que a lo mejor nunca saldrían resaltados en revistas como “Semana”, “Cambio” y “Cromos”, entre otras, en donde lo no afro predomina, aunque dichas publicaciones insistan en auto-calificarse de imparciales y objetivas.

Durante la entrega de premios de uno de los concursos de crónicas, reportajes y fotografía convocados por la agencia colombiana Colprensa, el periodista Juan Gossaín (quien había sido invitado como jurado), decía que mediante esa justa periodística se dio cuenta —al igual que el resto de los calificadores— de que en Colombia la crónica no había muerto: simplemente se había ido para la provincia. Tal afirmación, como es de suponerse, fue motivada por la cantidad de crónicas politemáticas que acudieron al concurso, procedentes de periódicos pertenecientes a ciudades lejanas de Bogotá, Medellín y Cali, que es, como ustedes saben, en donde se encuentran los diarios más prestigiosos del país.

Por mi parte, debo decir que pertenezco a uno de esos periódicos de provincia en donde todavía se cultiva el amor por la crónica y los buenos reportajes, lo cual me ha servido para poner en práctica los objetivos que les he mencionado a lo largo de esta lectura. No obstante desempeñarse en una ciudad absurdamente racista como Cartagena de Indias, el diario El Universal se ha constituido en una alternativa importante para visibilizar el proceso de reivindicación de la comunidad negra residente en esa ciudad y en el departamento de Bolívar, cuyos municipios también sufren —de muchas formas— el desprecio por las etnias indígena y afrocolombiana.

Me permito entonces, con la venia de ustedes, describirles un poco lo que como cronista afro-descendiente he logrado cristalizar en El Universal en beneficio de mi propia etnia: A mediados de la década de los noventa, cuando dirigía la sección de farándula y espectáculos, me constituí en uno de los principales críticos de la música champeta que, para esas calendas, estaba errando el camino mediante producciones discográficas portadoras de canciones vulgares y pésimos cantantes que le estaban haciendo un flaco favor a la formación de sus principales admiradores: los niños de la Zona Sur Oriental de Cartagena, cuyos habitantes, en su mayoría, son negros pobres que necesitan de mejores mensajes y buenas gestiones culturales.

Gracias en gran parte a las críticas y sugerencias que esbocé en las páginas de El Universal, la champeta mejoró las letras de sus canciones, modificó sus mensajes y seleccionó con óptimo criterio a los cantantes, músicos y arreglistas que iban a ser sus intérpretes.

Más adelante, fui uno de los periodistas que respaldaron, con su cubrimiento periodístico, la “Primera Muestra Internacional de Cine Afrodescendiente”, que se organizó, con mucho éxito, en el año 2004 en Cartagena. Además, participé con la lectura de un artículo que titulé “No querer ser negro: el otro racismo”, en donde expuse mi visión sobre el endorracismo que sufre mi ciudad desde tiempos inmemoriales.

De las entrañas de ese mismo escrito surgió la idea, de parte del realizador cartagenero Nicolás Román, de hacer un documental televisivo que hablara del problema de identidad que acosa a los cartageneros, y en especial a esos negros que no están orgullosos de serlo. El documental se llamó “Negro con negro da calor” y su éxito fue rotundo en cada una de las presentaciones que tuvo.

Como cronista afrodescendiente también he resaltado los eventos programados por cada una de las organizaciones afrodescendientes que operan en Cartagena, Bolívar y el resto del país, como también he retratado la vida de las zonas rurales en donde conviven comunidades negras, como San Basilio de Palenque, San Pablo, Retiro Nuevo y Marialabaja, entre otros. Recuerdo con especial emoción una crónica realizada con los habitantes de Membrillal, un barrio cercano a la zona industrial de Cartagena, en donde se han reunido varias comunidades de campesinos desplazados por la violencia.

Pero el hecho más significativo es que allí conviven pacíficamente familias de negros e indígenas provenientes de San Andrés de Sotavento (Córdoba) en donde la violencia paramilitar se ensañó con la etnia sinuana y la despojó de sus territorios ancestrales. Tanto indígenas como negros comparten costumbres, cultura, lenguaje, artesanías, música, danzas, gestiones cívicas y hasta medicinas tradicionales, en un hecho que no pude menos que comparar con el mítico pueblo de Pocabuy, en donde creen los historiadores del folclore que pudieron haber nacido la cumbia y otros ritmos de nuestra Costa Caribe, una clara muestra de sincretismo cultural y génesis de la riqueza multidimensional que resalta a nuestro país en todo el mundo.

“Ébano Latinoamérica”, la revista creada en Cali por el periodista Esaud Urrutia, con dos ediciones y una tercera en preparación, se constituye en una de las primeras —si no en la primera— publicación hecha exclusivamente por negros y para negros. Su excelente diseño, su con-tenido y el material con que la imprimen la pone al nivel de cualquiera de las mejores revistas del mundo. De paso, se constituye en una magnífica sugerencia para que todas las organizaciones afrodescendientes del país nos animemos a crear nuestros propios medios de expresión, tal como las agremiaciones de negros que existen en los Estados Unidos, en donde el mercado editorial se encuentra inundado de revistas y periódicos hechos por negros y para negros. Esas empresas editoriales podrían complementarse con canales televisivos y emisoras que difundan nuestros propios noticieros, programas culturales, telenovelas y abundante información acerca de los aportes que, en todos los campos, el pueblo afrodescendiente ha hecho a sus respectivas naciones y al desarrollo del mundo.

Pero, repito, evitando por todos los medios que la creación de esos espacios se convierta en una manera de impulsar la discriminación hacia quienes durante todos estos siglos nos han discriminado. De ninguna manera. Los afrodescendientes estamos llamados a ser los maestros de la conciliación, el respeto mutuo y la inclusión en este país, que fue entrenado durante tantos años para que fuera uno de los más excluyentes de América Latina.

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