29.11.08

DESDE COLOMBIA. Ángel Castaño

La historia de una joven del sur de Armenia muerta por embrujos
Polvos de la madre Celestina
(Crónica joven)

Convulsionó. Enfermeras sujetaron pies y manos. Con ojos blancos, se retorcía en la cama. Baba negra salía de los labios. La abuelita sujetó el rosario y rezó. “Dios te salve, María, llena eres de gracia…” Una mueca de dolor contrajo los músculos de la cara. Apenas podían contenerla. La abuelita miraba desde un rincón. “bendita tu eres entre todas las mujeres…” Tras una gran arcada, el cuerpo laxo quedó. Andrea llevaba un mes internada en el Hospital San Juan de Dios de Armenia. El cabello parecía cabuya y los ojos, perdidos en las orbitas, pocas veces se abrían.

Salía al patio pasada la media noche. El viento mecía las copas de los árboles. Ojos brillaban en la penumbra. Ella miraba. Al principio llamaba a los familiares. No veían más que guayabos y ropa colgada. “Ahí hay alguien. Miren como se ríe de nosotros”, les decía. En los últimos días, antes de ser llevada al Hospital, se quedaba quieta, junto al tanque, mirando las sombras. Languidecía. Atrás quedó la robustez de la juventud. Preocupados, le pedían que se cuidara, que comiera más. Todo lo vomitaba. Pálido reflejo de lo que había sido, la oían murmurar en el patio.

Trabajaba vendiendo minutos a celular. La mayor de tres hijos, vivía desde hacía dos meses con Alfredo. Los padres veían con buenos ojos la relación. Cabello largo, 1.70 de estatura y sonrisa permanente, Andrea no presentaba síntomas de enfermedad. Los familiares creen que una pitonisa le dio raspadura de cráneo y tierra de cementerio. “Es fácil: alguien te regala algo para comer, pero esa persona trae lo que alguien te mandó”, explica alguien cercano a la familia. Consultado, un espiritista les dijo que la maldición era muy poderosa y que, al terminar con Andrea, pasaría a la mamá. “Hicimos de todo para que la niña se salvara. Le llevamos rezanderos, gente evangélica, exorcistas, hermanos gregorianos, en fin, qué fue lo que no hicimos. A veces mejoraba un rato, pero luego decaía.”

Al verla pasar, se reían. Cuando Alfredo iba a comprar a la tienda, lo seguían. Al pasar por enfrente de la casa, silbaban y piropeaban. Cansada de la situación, Andrea las paró en una esquina. Risueñas, le dijeron que se dejara de bobadas. Dio la espalda. La estrujaron contra la pared. Se soltó, agarró a la más alta del pelo y la zarandeó. La otra, la hija de la pitonisa, le dijo que se las pagaría. La mamá las separó. Nadie recordó la amenaza hasta tiempo después.

Le dijeron a la abuela que saliera de la habitación. Con cuarenta de fiebre, deliraba. La médico cerró la puerta tras de sí. Cinco minutos esperó sentada, con el rosario en la mano. Una enfermera le dio la noticia. Sintió el piso abrirse. Llamó a la casa. En cuestión de minutos, sacaron el cuerpo envuelto en la sábana. Descubrió el rostro y limpió. Una tirilla negruzca rodeaba los labios. Los médicos, en el tiempo que estuvo internada, no encontraron nada. Los exámenes salían buenos. Algunos incluso aconsejaron traer un espiritista. “Eso es algo de espíritus. La niña era buena niña, sobrina, hija, amiga. Nadie se explica esa muerte”, dice la fuente consultada, mientras se limpia con un pañuelo las lágrimas.

Ángel Castaño

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