Torremochuela
Torremochuela,
pueblo tendido sobre una loma
al pie de un monte bajo de encinas.
Entre caminos, retazos verdes, retazos pardos,
rastrojos ocres en los sembrados.
Por la chopera del lavadero subo a mi pueblo
y entro en sus calles por la Calleja.
Llego hasta el Charco,
allí las viejas casas de siempre
me abren sus puertas.
El frontón alza su ancha figura,
nada perturba su sombra amable,
nada se mueve,
sólo una leve luz de añoranza.
Detrás, el Judas, en Semana Santa,
arde con llamas que sobrecogen
entre los sones de las carracas.
Llevo los ojos hacia la iglesia
y veo la torre,
torre que sueña,
mocha y alzada sobre la cuesta.
Guardan los ojos de sus campanas tantas miradas.
Llaman las voces de sus badajos
con tantos sones de duelo y fiesta…
…Y aquí me quedo, sólo un momento
bajo una sombra que ya no existe.
Olmo perdido,
rueda del olmo de mi niñez.
Cuántas tertulias cobijarías
en los domingos después de misa
y cuántos juegos al anochecer:
el corro, el toro y el escondite,
cuentos de miedo, el sacamantecas
y aquel mochuelo
sobrevolando nuestras cabezas.
Y luego subo los escalones
de losas planas, de toscas piedras
y los guijarros del empedrado junto a la iglesia.
Recorro todos los callejones,
miro los poyos junto a las puertas,
donde las viejas,
siguen zurciendo los calcetines
en el rescoldo del sol de invierno.
Se oyen cencerros
por los rastrojos de las afueras.
Mañana llueve, se pone oscuro
por Cañavisque.
Viene a lo lejos, sobre una mula,
el alma ingenua de la Matilde.
Por las esquinas
hablan los hombres cosas más serias:
Como no llueva
“quisió” como andará la cosecha.
En los sembrados
el trigo apunta sus verdes flechas.
Ya en la Torrialda veo la fuente,
verdín y grietas junto a los caños.
Cuántas botijas, cuántos calderos,
cuántos requiebros,
mozos y mozas por el sendero.
Y el monte, lejos,
con sus chaparros verdes y grises
y las sabinas sobre las lomas.
Las Majadillas,
sus parideras ya derruídas
y los pajares junto a las eras…
Esto nos queda de tu existencia,
Torremochuela, pueblo dormido.
Abres los ojos cada verano
y cada agosto nos reconoces
viendo los rasgos de nuestros hijos.
Que ellos te guarden en su memoria por las ciudades y por los siglos.
Torremochuela,
pueblo tendido sobre una loma
al pie de un monte bajo de encinas.
Entre caminos, retazos verdes, retazos pardos,
rastrojos ocres en los sembrados.
Por la chopera del lavadero subo a mi pueblo
y entro en sus calles por la Calleja.
Llego hasta el Charco,
allí las viejas casas de siempre
me abren sus puertas.
El frontón alza su ancha figura,
nada perturba su sombra amable,
nada se mueve,
sólo una leve luz de añoranza.
Detrás, el Judas, en Semana Santa,
arde con llamas que sobrecogen
entre los sones de las carracas.
Llevo los ojos hacia la iglesia
y veo la torre,
torre que sueña,
mocha y alzada sobre la cuesta.
Guardan los ojos de sus campanas tantas miradas.
Llaman las voces de sus badajos
con tantos sones de duelo y fiesta…
…Y aquí me quedo, sólo un momento
bajo una sombra que ya no existe.
Olmo perdido,
rueda del olmo de mi niñez.
Cuántas tertulias cobijarías
en los domingos después de misa
y cuántos juegos al anochecer:
el corro, el toro y el escondite,
cuentos de miedo, el sacamantecas
y aquel mochuelo
sobrevolando nuestras cabezas.
Y luego subo los escalones
de losas planas, de toscas piedras
y los guijarros del empedrado junto a la iglesia.
Recorro todos los callejones,
miro los poyos junto a las puertas,
donde las viejas,
siguen zurciendo los calcetines
en el rescoldo del sol de invierno.
Se oyen cencerros
por los rastrojos de las afueras.
Mañana llueve, se pone oscuro
por Cañavisque.
Viene a lo lejos, sobre una mula,
el alma ingenua de la Matilde.
Por las esquinas
hablan los hombres cosas más serias:
Como no llueva
“quisió” como andará la cosecha.
En los sembrados
el trigo apunta sus verdes flechas.
Ya en la Torrialda veo la fuente,
verdín y grietas junto a los caños.
Cuántas botijas, cuántos calderos,
cuántos requiebros,
mozos y mozas por el sendero.
Y el monte, lejos,
con sus chaparros verdes y grises
y las sabinas sobre las lomas.
Las Majadillas,
sus parideras ya derruídas
y los pajares junto a las eras…
Esto nos queda de tu existencia,
Torremochuela, pueblo dormido.
Abres los ojos cada verano
y cada agosto nos reconoces
viendo los rasgos de nuestros hijos.
Que ellos te guarden en su memoria por las ciudades y por los siglos.
Tirsa Caja Herranz
No hay comentarios.:
Publicar un comentario